Tragedia ambiental
Históricamente los procesos de urbanización de la Ciudad de México y Zona Metropolitana han arrastrado una fuerte degradación ambiental, y en gran medida irreversible.
Por Alejandro Ramos Magaña
Históricamente los procesos de urbanización de la Ciudad de México y Zona Metropolitana han arrastrado una fuerte degradación ambiental, y en gran medida irreversible.
Las iniciativas de crecimiento apuntan contra la fragilidad de las áreas verdes y suelo de conservación, ya sean protegidas, parques nacionales o bosques urbanos.
A ese proceso de urbanización caótico se le suma los deficientes y hasta inexistentes planes de manejo para las superficies naturales. Por ejemplo, los parques nacionales Cumbres del Ajusco, Insurgente Miguel Hidalgo y Costilla, El Tepeyac, Fuentes Brotantes de Tlalpan, Lomas de Padierna e Histórico de Coyoacán, tienen planes deficientes, sin definición jurídica ni presupuestos ni cuerpos especializados para su manejo. Sólo el Parque Nacional Desierto de los Leones posee un programa de manejo técnico-científico, pero con presupuestos bajos y con poco personal especializado.
Ante este contexto, se requieren acciones más enérgicas de las autoridades para que los bosques, parques y áreas de conservación tengan programas de manejo bien instrumentados y con metas claras para su evaluación sistemática. El tema de los bosques debe ser contemplado como de seguridad nacional por la importancia de su gran valor ambiental y de salud de la población.
El suelo de conservación o áreas protegidas son prioritarias para el bienestar de la población por los servicios ambientales que presta, los cuales son fundamentales para el mantenimiento del ciclo hidrológico de la Cuenca del Valle de México, toda vez que abarca las zonas más importantes para la recarga del acuífero (dividido para su gestión en cuatro áreas: Chalco-Amecameca, Zona Metropolitana de la Ciudad de México, Texcoco y Cuautitlán-Pachuca). Además, estas áreas naturales se encuentran estrechamente vinculadas a procesos económicos, naturales y sociales de la ciudad.
Las áreas naturales protegidas en la CDMX también enfrentan indefiniciones y grandes vacíos administrativos. Veamos los casos: el Parque Ecológico de la Ciudad de México, Bosques de las Lomas, Ecoguardas, Bosque de Tlalpan, San Nicolás Totolapan y San Miguel Topilejo, carecen de programas de manejo. En tanto, Ejidos de Xochimilco y San Gregorio Atlapulco, Sierra de Guadalupe (afectada por invasiones), Sierra de Santa Catarina (con invasiones), La Armella (con presión urbana) y Cerro de la Estrella, si poseen programas de manejo, pero con las mismas características de escaso financiamiento y déficit de personal especializado.
Y debemos subrayar que sin árboles no puede haber agua, y los árboles ayudan a regular el clima, disminuyen la contaminación atmosférica por la retención de partículas suspendidas, permiten la conservación de la diversidad biológica y la captura de dióxido de carbono (CO2), el cual genera el calentamiento global.
Uno de los últimos estudios que realizó el Instituto Nacional Ecología y Cambio Climático (INECC) señala que el 65% de la superficie natural de la Ciudad de México se encuentra erosionada, y esto repercute en la recarga del acuífero y en la mala calidad del aire, entre otros.
Pese al amplio reconocimiento que se tiene sobre la importancia de las superficies boscosas, también es un hecho que existen actores sociales que convergen en estos espacios y están generando condiciones para el cambio de uso de suelo y con ello la pérdida de recursos naturales. De acuerdo con expertos, la Ciudad de México en los últimos 70 años, la mancha urbana ha crecido a razón de casi una hectárea por día. Y recordemos que la CDMX extrae del subsuelo, de más de 400 pozos, el 70% del agua que consume, y por la sobreexplotación de los acuíferos la ciudad se hunde y la escasez de agua va en aumento.
También se debe considerar que otro factor de la pérdida de masa forestal es por el deterioro de la salud de los bosques debido a la falta de un manejo adecuado, lo que provoca que las plagas exterminen árboles, además de los incendios forestales, tala clandestina, contaminación (el ozono debilita y enferma a los árboles) y pastoreo excesivo, entre otros.
Las consecuencias de estos actos son la sobreexplotación de los acuíferos, deforestación, erosión y contaminación de suelos, cambios de uso de suelo forestal a agrícola y urbano, alteración de microclimas, disminución de especies de flora y fauna silvestre, hundimientos diferenciales en la ciudad de hasta 40 centímetros anuales, asolvamiento de presas y drenaje, y el impacto severo que es la escasez de agua, tal y como hoy lo padece todo el Valle de México.
Lo prioritario es que las autoridades y el Poder Legislativo (federal y local) no descuide los esquemas normativos para mantener vinculado el manejo de los acuíferos con su importante fuente de captación de agua, que son las superficies naturales. Por ahí se deben proyectar y reforzar los programas de manejo sustentable del agua.
Además, urge acelerar la recarga inducida o artificial del acuífero mediante el tratamiento y purificación de las aguas residuales, así como la titánica tarea de recuperar suelo de conservación ocupado ilegalmente para su posterior restauración.
El medio ambiente siempre requerirá vigilantes o defensores, y para ello se requiere contar con una sociedad civil organizada. Nunca habrá normatividad suficiente si no comenzamos con la educación y el involucramiento directo de las personas para mejorar su medio ambiente más próximo.